El caracol que no encontraba su playa

El caracol que no encontraba su playa

Cuando amaneció, estaba tirado en la arena. Era un lugar desconocido para él, no era su playa. Sabía muy bien que era un caracol y que debía dejarse arrastrar por las olas, en un vaivén sin control, pero desde que recordaba siempre despertaba en el mismo lugar, en una playa de arenas blancas y cálidas, llena de piedritas de colores, conchas de todos los tamaños y una que otra estrella de mar. Esa madrugada todo le pareció diferente. La arena era igual de blanca, pero no había ninguna piedra ni estrellas de mar. Eso le hizo pensar que no estaba en el lugar correcto.

Como no era mucho lo que podía hacer, esperó que una ola lo arrastrara y lo sumergiera en el agua. Pensó que quizás las corrientes marinas lo acercarían a territorio conocido. Cerró los ojos, se metió lo más dentro que podía del caparazón anaranjado y esperó que las aguas hicieran su trabajo.

Pasó la noche en la oscuridad de las profundidades. De vez en cuando sacaba su cabeza fuera del cascarón y trataba de mirar, pero tanta oscuridad no le permitía ver bien. De pronto notó que había luces, cientos, muchas luces pequeñas que corrían como la cola de un cometa. Cuando estuvo cerca se dio cuenta de que eran pequeñas medusas con sus cuerpos en forma de paraguas que tenían gran brillo. Eso le hizo recordar que cuando nació, su madre le había indicado que esas pequeñas criaturas brillantes eran las guías de todos los caminos. Trató de flotar y dejarse impulsar por la corriente, de ese modo entraría en el trayecto de las medusas. Y así fue, comenzó a nadar junto a ellas, siguiendo aquella serpentina de estrellitas que subían y bajaban en las aguas, esquivando los corales y las grandes rocas.

En cierto momento, la estela de medusas inició un ascenso hacia la superficie. Parecía estar amaneciendo y los rayos de luz del alba se colaban entre las algas para iluminar el área con tonos violetas y dorados. Cuando estuvo cerca de la superficie se separó de las guías danzarinas y esperó una gran ola que lo pudiera empujar hacia tierra. No pasó mucho tiempo y el caracol, envuelto en su caparazón que le servía como flotador salvavidas, fue acercándose a la orilla. Respiró profundo, tomó impulso y nadó para salir del agua. Al mirar a su alrededor pudo ver que esa sí parecía ser su playa, la de siempre, la de piedritas coloreadas y estrellitas de mar que tomaban el sol de la mañana.

Se quedó quieto en la arena, no quería moverse, pero se arrastró como pudo para quedar lo más alejado de las olas, para que no se lo llevaran de nuevo. Aún no había aprendido el pequeño caracol que esa era su vida, entrar y salir del agua, dejarse arrastrar por las corrientes, tocar el fondo del mar, salir a flote de nuevo y ser llevado por las olas hasta las orillas, no importaba de cual playa. Lo importante, entendió entonces, era estar vivo para todas esas maniobras, y supo que peor lo pasaban los compañeros caracoles y otros moluscos que eran capturados y luego vendidos a la gente ávida por comer sus carnes, las que asaban en brazas o cocían en grandes ollas llenas de verduras. Lo pensó mejor y agradeció por estar sano y salvo en esa hermosa playa, como lo estaría en cualquiera de las orillas del mar, su casa, elemento natural.

Autor: Adalberto Nieves

Imágen: Pixabay (uso libre)

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