Lluvia de marzo

El día había comenzado gris. La mañana amaneció acompañada de esas lluvias de marzo, ligeras, sin prisas, las que no hacen daño alguno y solo vienen a recordar que ellas también tienen su trabajo: mojar el verde manto de la sierra y el pavimento de esa arteria que surca el valle como si fuera un río. El sol saldría más tarde, renovado, dorando las espigas y dándole color a las flores que le esperan ansiosas. Los hombres del pueblo saborean el humeante y dulce café que sus mujeres prepararon con tal dedicación, como si fuera una promesa de amor. Ellos saldrán a buscar el sustento de la familia, caminando lo que haga falta, desgastando músculos, huesos y suelas. Es época fértil, el que trabaja tiene y todos quieren tener.

Alonso, un hombre joven que ronda los treinta, salió como todos los días a la siembra a recoger las mazorcas que ya están en su punto perfecto, granos grandes, blancos como dientes de perlas de mujer bonita.  Por el camino iba sorteando los charcos más grandes aunque al final se mojaría igual bajo la lluvia que persistía. Lo de rodear pozos de aguas turbias era más bien un recuerdo de su niñez, cuando salía a los caminos empapados y jugaba a no meter el pie en un charco mientras corría de un lado a otro, pero al final se lanzaba en alguno grande y se mojaba hasta las rodillas.

Alonso era un poeta, aunque no sabía lo que eso podía significar. Iba mirando como la naturaleza lo sorprendía y pensaba en lo perfecta que era. Inventaba canciones a los prados, los adornaba con árboles amarillos y pintaba en su imaginación aves de diferentes colores que cruzaban el cielo para crear un arcoíris. Se dejaba llevar por sus ideas de caballos alados que de un salto iban de cerro en cerro, enhebrando a su paso las nubes del atardecer. Se detenía por momentos y tomaba con sus toscas manos pequeñas flores, a las que ponía nombres: estaban las Marías, blancas y de pétalos abiertos como formando estrellas; algunas eran las Amandas, rosadas de capullos cerrados, como si sintieran vergüenza de mostrar su corazón; otras eran Teresas, orgullosas de su corona anaranjada, vibrantes como soles de primavera. Él guardaba sus pensamientos para que nadie los viera, sentía miedo de parecer débil y solo a su mujer le contaba alguna cosa cuando la sentía dispuesta a amarlo.

Comenzó a llover más fuerte y Alonso apuró sus pasos. No parecía ser un buen día para la recolección. Se paró debajo de un inmenso samán a la orilla del camino y miraba como la lluvia se hacía más fuerte. Ya no eran pequeños charcos; el agua formaba lagunas en medio del camino y por las zanjas al borde de la carretera iban corrientes arrastrando hojas, ramas y hasta piedras que sonaban al chocar entre sí, haciendo música de percusión. Tendría que esperar que escampara y luego iría al refugio de la hacienda a ponerse ropa seca para quitarse el frío del cuerpo.

Escampó cerca de las ocho. Era más tarde de lo que creía. No se había dado cuenta del tiempo que había pasado debajo del frondoso árbol. Se despejó el cielo y aunque aún persistían las grises nubes sobre las colinas, el sol parecía decidido a aparecer y venir a calentar la mañana. Alonso continuó el camino, le faltaban poco más de dos kilómetros para llegar a la siembra. Despejó su mente de tanta poesía y pensó en la realidad de su vida. Debía trabajar muy fuerte para mantener su casa. Delia, su mujer, estaba en el sexto mes del embarazo y esperaban un niño que llegaría para llenar de alegría su hogar. No había un minuto que perder, de su trabajo dependía el crecimiento de su familia.

La jornada de trabajo terminó a las seis, cuando ya empezaba a oscurecer. Había sido productivo el día. Entre todos habían recolectado varios cientos de kilos del apreciado maíz que reposarían en enormes pilas a la espera de los camiones que los transportarían a la mañana siguiente a diferentes destinos. Alonso recibió su paga y podía llevar algunas mazorcas a casa que servirían de alimento para la cena.

De vuelta a casa, el hombre siguió el mismo camino, aún encharcado y salpicado de hojas verdes tumbadas por los vientos y arrastradas por las corrientes. Andaba y podía escuchar de nuevo lo que le contaba la naturaleza. Oía el aletear de los pericos que volaban festejando el atardecer. Miraba los crepúsculos dorados que teñían el cielo y su mirada se perdía en un horizonte imaginario, detrás del cual existían mundos que no conocía. Pero su mundo era ese con el que soñaba, el que le brindaba la oportunidad de sentirse parte de todo, ser uno más que se baña con las aguas frías de la lluvia, el que le canta a los pájaros  que dibujan estelas blancas  como colas de cometas; el que no se cansa nunca de mirar estrellas, contarlas e inventarles historias. Era un hombre libre, feliz de existir. No podía explicar que era todo aquello que le hacía suspirar y le nublaba los ojos con lágrimas cuando se sentía un pedazo del paisaje. Era un poeta y no lo sabía.

Autor: Adalberto Nieves (del libro De fantasmas y otras especies)

Imagen: Pixabay (Pexels)

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